
La guerra es la guerra. No hay más que decir.
La desolación persiste, por más que hayan dejado de caer las bombas.
Cristina cerrada mira a lo alto, allí donde puede estar la solución a los males de la humanidad. Su escritura, sin embargo, escarba en el suelo de la realidad y llega al subsuelo de la palabra como un martillo hidráulico de cuyo pico saltan chispas que provocan fuegos y perseveran en el desasosiego.
Como sabemos, la palabra posee muchas capas, que va mostrando según el calado emocional que tiene aquello que determina; a veces veladas, a veces tan rotundas que quitan el aliento. La capa que devela la literatura de Cristina Cerrada es de estas últimas: rotunda, de coordenadas sucintas pero precisas, un territorio asolado por la fatalidad con que el ser humano se enfrenta al futuro, sin saber si éste existirá a partir del momento en que se narra. Es la capa que contiene el subsuelo de la palabra que ejerce de juez y parte de lo que se cuenta.
La ficción, en su caso, sirve para perforar aún más en ese subsuelo y extraer el producto más negro del infierno que hay debajo, a una profundidad tal que necesita de una diligencia especial para llevarlo a la superficie. La guerra es la guerra, insiste la autora madrileña y no lo dice como si fuese una metáfora de la desolación, aunque lo sea y su escritura revele las claves de una deshumanización progresiva. El ser humano es ducho en extraer del subsuelo la semilla de la vesania y plantarla en lo más alto del altar donde se ofician las ofrendas a los dioses que nos asisten. De modo que, la palabra, aunque quiera volar e imaginar que el paisaje que ve desde el cielo es perfecto, tiene que persistir en su encomienda perforadora y no dejarse embaucar por ensoñaciones vacuas.
La guerra es la guerra y, por desgracia, Europa ha sido el escenario de muchas. No hace falta viajar muy lejos en el tiempo para comprobarlo; aunque, últimamente, prefiramos los cantos de sirena que provienen de lugares y tiempos lejanos, cuanto más exóticos mejor; lugares y tiempos donde la palabra respira tranquila en brazos de la imaginación. A un tiro de piedra tenemos el siglo XX, siglo especialmente pródigo en guerras, sangriento hasta más no poder, siempre con la muerte en los talones, con el dolor impreso en los rostros, reducidos como cabezas de jibaros. La guerra, más allá de la locura y la muerte, trae consigo un fenómeno peculiar que desgrana su idiosincrasia y aumenta la ignominia: la ocupación de países extranjeros. Si luchar en las trincheras es una situación cruel que invoca al miedo y la desesperación, un callejón sin salida, negro, en el que no se admite la deserción, un hecho inexorable, la ocupación de una ciudad por extraños armados y violentos no es menos cruel. En la trinchera, al menos, existe la posibilidad –poco consuelo es- de luchar por derrotar al enemigo. Durante una ocupación, el enemigo se disfraza de autoridad y, amparándose en ello, puede cometer las mayores atrocidades. La extrañeza, el miedo y la delación están en el orden del día. La supervivencia es el reto cotidiano. La violencia en todos sus términos está omnipresente. No hay más salida que el suicidio. Y no digamos cuando se adopta el exterminio como ritual sistemático.
Europa es, precisamente, el título del anterior libro de Cristina Cerrada. En esta novela, los personajes emigraban huyendo de una guerra que asolaba su país y podían superarlo todo, menos el recuerdo de los días infelices, tristes y dolorosos. La memoria fija, como ningún otro recurso, los rescoldos calcinados de la maldad, diseca como un taxidermista experimentado las llamas del infierno, que parece demostrado que está en nosotros; suerte de palabra que perfora en el subsuelo.
Su novela más reciente, Hindemburg, incide en la guerra y en la ocupación de fuerzas enemigas, insurrecciones y miedo, la palabra sigue horadando el suelo; aquí no hay alfombras que levantar, todo está claro. No obstante, la novela sobrevuela el escenario al rebufo del último viaje del LZ 129 Hindenburg, dirigible alemán tipo zeppelin, incendiado al final de ese viaje en Nueva Jersey en 1937 (en internet se pueden encontrar más datos del gigante del aire, con el que se acabaría el uso de los dirigibles para viajes comerciales y, mucho menos, con pasajeros).
A vista de pájaro, la realidad que supuran las heridas de la tierra se convierte en tortura y sangre, supervivencia y desesperación, miedo y estraperlo, maldad y violencia, traición y odio; veneración, tal vez, a los muertos 1ue aún pueblan la tierra, las camas de la enfermedad, un mundo sin respiración. No todas las guerras son iguales, pero todas producen el mismo dolor, la misma ignominia e injusticia. No todos los territorios son iguales, pero éstos se parecen mucho; quizá porque en el subsuelo todavía quedan yacimientos de cenizas de nuestro infierno particular.
La prosa de Cristina Cerrada es fina, corta y letal como una bala que alcanza nuestro corazón y estalla dentro.