
Editorial Errata Naturae. Precio: 19 €.
Carson recuerda los efectos nocivos contra la naturaleza de pesticidas, plaguicidas sintéticos e insecticidas; en particular el DDT: “el elixir de la muerte”.
Da gusto sumergirse en una narración que combina la minuciosidad científica con la textura poética.
Hacia el principio del verano, durante un programa de una televisión regional, en medio de un secarral, un anciano de Zamora de los que aún calzan boina le repetía, pues la periodista parecía no comprenderle, a su entusiasta entrevistadora: «No se oye nada, pero es que nada de nada». En efecto, hace años que no se oye trinar a pájaro alguno ni en rastrojo ni en barbecho; para escuchar su canto, el de algunos, pues por ejemplo las alondras han desaparecido al menos del campo castellano que frecuento, hay que acercarse a los pueblos o donde haya algo de trajín humano. A qué se debe este silenciamiento, no lo sé, pero sospecho que tendrá que ver con el uso cada vez más agresivo de herbicidas totales y demás venenos.
Así que durante aquel reportaje me vino a la cabeza el ensayo Primavera silenciosa (1960), en el que la zoóloga y bióloga del Servicio de Estados Unidos para la Pesca y la Vida Natural Rachel Louise Carson (1907-1965) enunciaba contundentemente los efectos nocivos contra la naturaleza de pesticidas, «plaguicidas sintéticos» e insecticidas, en particular el DDT, «el elixir de la muerte», como lo llamaba con toda la razón del mundo. Acabo de ver al hojeo, no me acordaba, claro, que el libro reproducía la carta a un afamado ornitólogo de un ama de casa de Hindsale, Illinois, desesperada porque en su localidad, antaño con gran riqueza y variedad de aves, al parecer la fumigación de los olmos, aparte de que no los había salvado de la grafiosis, había liquidado todo pájaro viviente, «toda vida volátil».
Carson se hizo famosa con este libro, donde ya hablaba de la contaminación y destrucción de las aguas de superficie, los ríos y las corrientes subterráneas, una de las Biblias del movimiento ecologista; sin embargo su especialidad, y diríase también que su pasión, fueron los mares y cuanto tuviera que ver con ellos, sobre todo la fauna. De hecho la propia autora consideraba su inicial Bajo el viento oceánico (1941), que ha traído al español por vez primera, traducido por Silvia Moreno Parrado, Errata Naturae, como vigésimo título de su impagable colección «Libros Salvajes», su obra favorita. Bajo la advocación de Swinburne («Mientras vivan el sol y la lluvia, así seguirán; hasta que un último soplo de aire sobre todos ellos mueva el mar»), el volumen se divide en tres partes: «El borde del mar», «El camino de la gaviota» y «El río y el mar».
Da gusto sumergirse en una narración que combina la minuciosidad científica con la textura poética. La escritora, apasionada de la costa atlántica de Estados Unidos, nos ofrece un auténtico tratado de zoología marina, desde las orillas del océano a sus aguas abisales, el lecho primitivo y profundo de los temibles peces hacha o peces demonio, siguiendo el devenir de diversas aves y peces, a los que, por mor de la narratividad, así a una caballa, un rape, una trucha de mar, una anguila o un sábalo, bautiza para convertirlos en protagonistas de arrebatadoras, electrizantes historias sobre sus orígenes, costumbres y andanzas, en las que prima la lucha denodada por la vida, por subsistir bajo el instinto avasallador de la supervivencia. Matar o morir, comer o ser comido.
Carson, desde un estanque con animales terrestres a un puerto con peces cobijados, echa el resto para mostrarnos la fuerza de la naturaleza al paso de las estaciones, con todo su esplendor, igual da en la noche depredadora que en la durísima primavera ártica, a lo largo del «viejo e inmutable ciclo del mar». Como dijo con toda propiedad Bill Sharp, crítico del New York Times, el libro «reúne ciencia y literatura para crear una obra imperecedera que, ante la frágil situación actual de nuestros océanos, resuena hoy si cabe con más fuerza».