
Prólogo de Jesús Jiménez Domínguez.
Candaya. Precio: 13 €.
Miguel Ángel Ortiz Albero nos invita a reflexionar en el misterio de la poesía.
La perfección no existe y el poeta lo sabe, pues la persigue constantemente.
Precisa como el corte de un cirujano, la poesía de Miguel Ángel Ortiz Albero (Zaragoza, 1968) nos adentra en una palabra que, ciertamente, no es muy usual en la poesía española contemporánea, tan propensa al realismo. Lo dice el propio autor, consciente de su poética y sus cauces no figurativos: «y entonces, también, el extravío, el modo / de no fijar el rostro de la obra, el abandono» (p. 71). Dicho de otro modo: ninguna obra artística posee rostro, y lo eso lo sabe sobradamente Ortiz Albero, que además de poeta es artista plástico, y goza de una larga trayectoria.
Dividido en 18 secciones, más una introito en la que se nos acerca a la taxidermia como arte, llama la atención que cada una de esas secciones —en las que sus respectivos títulos ya son de por sí muy indicativos, a modo de emblemas— presenta una estructura idéntica, esto es 2 poemas más una suerte de interludio en cursiva y entre paréntesis, donde otra voz distinta a la anterior se desdobla y presenta otra mirada, como subraya en su excelente prólogo Jesús Jiménez Domínguez. Otras simetrías se establecen como referencias formales del libro, ejes que marcan el conjunto, como son las referencias a un autor, preferentemente de lengua alemana (Sebald, p. 17, Bernhard, p. 18 y 54, Benjamin, p. 30, Handke, p. 48, etc.), aunque también abundan los francófonos (Apollinaire, p. 24, Valéry, p. 36, Rimbaud, p. 42, etc.), combinando poetas, dramaturgos y narradores, pintores (Bacon, p. 84), o artistas (Duchamp, p. 108), entre otros campos, géneros y disciplinas. El repertorio es amplio, y no hay ningún autor del ámbito hispano. En cualquier caso se trata de grandes referencias, nombres ineludibles, cumbres del arte contemporáneo, puntales de la poesía occidental, especialmente los relativos a las vanguardias históricas. La escritura pero también «la reescritura, me dices, sobre la propia escritura / un estrato sobre el otro, y la huella / en el borrado de la previa, en el surco / que la mano está todavía por arar / y el incendio renovado, como las cenizas]» (p. 79). En su hibridez, en su fertilidad.
La sutura y la piel tiene y mantiene desde su inicio una concepción global y unitaria del arte en general y específicamente del arte poética, lo cual no significa que sea monológico sino todo lo contrario, cambiante en cualquiera de sus conclusiones, esto es proteico: «nadie sabe, nadie / lo que está a punto / de cambiar en la mirada» (p. 35). Es un libro que supera con creces las exigencias estéticas a las que se ve sometido, por propia mano consciente autorial, teniendo en cuenta la disciplina de escuadra y cartabón que lo rige. Pero, más allá de la transversalidad de la poesía —que enriquece— con otras materias, aquí visible ostensiblemente en múltiples momentos, «en lo imprevisible del sueño, la forma / de la palabra que nombra al trazo» (p. 103), se aprecia una reflexión honda, de gran valor lírico, sobre la propia palabra poética, reflexión lejana o ajena a las maneras en las que se mueve el canon actual en la poesía española. La creación se concibe como un «recomenzar tras el derribo y el incendio» (p. 95), en el que por supuesto, hay que dejar respirar, en sentido amplio, la composición: «los techos, puertas y ventanas / han de quedar abiertos, me dices» (p. 97). La repetición «me dices», por cierto, en los interludios aludidos, establece una especie de diálogo con el otro, que se ve representado en multitud de ocasiones con los límites de la propia obra: «me dices, el encuentro, el proceso, / la pequeña gran obra desconocida en la quebradura // lo uno en lo otro» (p. 55).
Son muchos los ejemplos que podríamos citar, los versos cargados de plurisignificación semántica, multipalabras que ejercen su polisemia y expanden performativamente lo que va sucediendo en el texto. La dialéctica imaginaria texto/cuerpo va expandiéndose. Así, la profundidad simbólica del lenguaje de La sutura y la piel alcanza límites semióticos insospechados muy destacables, y he ahí uno de sus mayores logros. El poemario se concibe como variaciones sobre un solo tema, tema que es uno y otro al mismo tiempo, que es la herida pero también es el texto, que es la piel pero también es la página, que es el lienzo pero también es la tierra, que es el verso pero también es el surco, etc. A partir de ahí se plantean nuevas asociaciones y analogías, semejanzas y similitudes que amplían especularmente la repercusión alegórica de los elementos escogidos. Desde la herida o arañazo de la escritura en el papel, a la vida, desde el dolor catártico a la creación: «hay una ruptura irrepetible, hay / un hilo de oro en la fractura» (p. 47). La luz (tan presente, con la que acaba el poemario), el temblor (como búsqueda y camino), la quebradura (en la frontera de la poiesis), la mano (de estirpe mallarmeana) o el amanecer (en su disociación de la noche y el día), por ejemplo, de entre las muchas más que podríamos citar, son signos que dibujan y proyectan —como líneas de fuga— nociones complementarias, trenzadas (sección XIV) y complejas, poliédricas y superpuestas, para entregarnos un palimpsesto en el que no vemos la primera capa, no, sino que como lectores asistimos al descubrimiento y desvelamiento de las diferentes capas que lo conforman. Como arqueólogos descubrimos sus estratos, los estudiamos. La sutura, en ese sentido, se refiere en algún momento a la lectura, a la lección que se genera: «la grieta es el proceso y es la herida, / y es el abrir y cerrarse de la llaga // y acaso seamos la sutura» (p. 41), se nos advierte.
La perfección no existe, y el poeta lo sabe, pues la persigue constantemente. Todo fluye. La desconfianza en la caducidad del ser se articula a partir del hacer, agregando una particular herramienta, la duración: «dicen que dice Salustio: / estas cosas / nunca sucedieron, son / siempre» (p. 59). De nuevo observamos una clave semiótica que lo ancla todo, porque «quien se interrumpe, dicen, desaparece» (p. 107), aunque estableciendo un vínculo rizomático insalvable: «pero alguien siempre es, / justo antes de dejar de hacer» (ibíd.). Además, la distancia foucaultiana entre las palabras y las cosas, ese abismo rilkiano en el que el poeta siempre se está vertiginosamente asomando, acecha: «soñar / con el nombre que, / dado a las cosas que se nombran, / no les compete en absoluto» (p. 101), concluyendo brillantemente que las cosas cambian según el nombre que se les dé, y no al revés: «hacer, dicen, de cualquier cosa otra, / para volver a renombrarla y rehacerla» (ibíd.). Este lenguaje teórico y abstracto, no puede presentarse mejor sorteado que desde la materialidad que a su vez lo segrega, puede que por la cercanía con las artes plásticas, sin buscar lo sublime, lo trascendente, ni pendejadas por el estilo. Meditación en la materialidad de la conciencia.
Mucho más podríamos señalar de La sutura y la piel, un libro intenso del que deberían beber muchos poetas que se hayan subsumidos en letras de circunstancias, cantautores y epigonismo banal, si es que existe algún epigonismo que no lo sea. Miguel Ángel Ortiz Albero nos invita a reflexionar en el misterio de la poesía, porque siempre «quedará la última de las pinceladas, / ésa de la que nadie sabrá decirnos / qué es lo que esconde debajo, lo que oculta» (p. 83). Poesía escrita como última pincelada, como último texto que se tiene vitalmente posibilidad de escribir: estamos sin duda ante un poemario importante.