Érase una vez, en un país no tan lejano, donde los bosques se disfrazan de jardines y los jardines juegan a ser bosques…
Siempre nos hemos preguntado en qué lugar residen los personajes de los cuentos. Si seguimos leyendo, lo sabremos.
Caperucita se adentra entre el bambú del Jardín de Planbuisson, en Le Buisson de Cadouin. Pasea tranquila admirando los tallos de esta hierba de grosor, altura y fortaleza asombrosos. No tiene nada que temer pues al lobo se le ha olvidado su propósito, ha dejado de buscar el camino más corto para llegar a casa de la abuelita y se ha quedado embobado admirando este jardín, oscuro, de luz tamizada por las hojas lanceoladas y alfombrado con cáscara de nuez. Los nogales eran los habitantes originales de este terreno y ahora la cáscara de nuez sirve para absorber la humedad y evitar que se formen charcos y, sobre todo, barro. Aquí se pueden ver unas doscientas cincuenta de las casi mil quinientas especies de bambú (una gramínea – igual que el trigo, el arroz o el maíz-) que crecen en todo el mundo. Una planta que, como por arte de magia, florece de manera cíclica (en intervalos que van desde cada sesenta a cada ciento veinte años) y misteriosamente gregaria: cuando una especie florece, todo el bambú de esa especie lo hace simultáneamente en cada rincón del planeta.
Esto es verdad, y no miento… como me lo contaron, te lo cuento.
Hansel y Gretel son dos niños felices. Claro que sus padres se deshicieron de ellos, pero su errático deambular en busca de su casa los trajo hasta los Jardines de Marqueyssac y aquí se han quedado. Están encantados de jugar al escondite entre sus famosos setos de boj tallados en formas redondeadas y desordenadas; tienen para recorrer decenas de amplios senderos amenizados con preciosas fotografías de criaturas feéricas asociadas a los bosques que parecen casi reales. Cuesta arriba y cuesta abajo, llegados al límite del jardín, meriendan a la sombra de un tilo, con una vista espléndida del río y los campos de la comarca. Bancos en rincones escondidos, grutas con cascadas, cabañas de paredes de piedra y tejado de brezo. De momento, no han encontrado ninguna casita de chocolate con bruja malvada dentro.
Y así se cuenta y se vuelve a contar este cuento de nunca acabar.
Ricitos de Oro vive en Limeuil. Cada tarde después del colegio, se acerca a los Jardines del pueblo. Un balcón con una vista de 360º sobre la confluencia de los ríos Dordogne y Vézère y los tejados del pueblo medieval. Aquí viene la traviesa niña a enredar en el jardín de los colores, en el de las brujas, en el del agua, o en el de los insectos… aquí espera, apoyada en el tronco de la secuoya gigante, a que los tres osos salgan de paseo. Y éstos, tras descubrir que ha entrado una intrusa en su casa, pueden colgar sus deseos en el árbol mágico para recuperar sus boles de gachas de desayuno llenos, una silla nueva para el osito y, por encima de cualquier otra cosa, una cerradura nueva que evite visitas no deseadas.
Y así pasaron muchos años… y este cuento se perdió entre castaños.
Érase una vez un río callado que acunaba secretos…
El Soldadito de Plomo navega en su barco de papel pasando inadvertido entre gabarras y canoas. Se deja llevar por la corriente y, manteniendo muy bien el equilibrio, mira a derecha e izquierda; va descubriendo los pueblecitos, cada uno con su puerto fluvial; la sucesión de pequeñas playas de arena; los castillos en lo alto asomando sus torres entre las copas de los árboles. El soldadito no sabe que el río (la Dordogne), de cauce ancho y poca profundidad, es el más limpio de Francia y uno de los menos contaminados de Europa. Salmones y esturiones viven en sus aguas cristalinas. Recorre casi quinientos kilómetros y es navegable en más de cien. Era una vía de vital comunicación y transporte hasta mediados del siglo XIX, cuando el ferrocarril ganó la batalla. Los barcos tradicionales, o “gabarras” transportaban mercancías desde el Macizo Central hasta Burdeos. Bajar era fácil, pero para remontar el río hacía falta una veintena de hombres tirando de la gabarra por un camino de sirga paralelo al cauce, aunque en los pasos delicados se precisaban más de cien forzudos ya que los bueyes no podían acceder a todos los lugares del camino. Otras veces se optaba por desguazar la embarcación y venderla como leña al llegar a Burdeos. Hoy las réplicas de aquellos barcos son de uso turístico y parten desde varias localidades ribereñas en recorridos con audioguías que duran unos noventa minutos. También es posible, (aunque a juzgar por la cantidad de ellas en algunos puntos parece obligatorio), alquilar una canoa y remar o dejarse llevar por la corriente suave disfrutando de una apacible jornada. Remeros, gabarristas y soldaditos de plomo han de estar ojo avizor porque siempre es posible cruzarse con la terrorífica “Coulobre”, la mítica serpiente gigante que hacía desaparecer a los tripulantes distraídos.
Y esta historia se acabó… y el viento se la llevó.
Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, un país repleto de cuevas decoradas con pinturas hechiceras y grutas esculpidas por el agua y el tiempo…
Alí Babá y un millón de ladrones pueden esconder en ellas sus tesoros robados. Estarán a salvo pues nadie se fijará en los cofres llenos de monedas de oro cuando a su lado se encuentran las pinturas de Lascaux, (aunque el original no se puede visitar y hay que conformarse con una réplica perfecta): la Capilla Sixtina de la Prehistoria.
Nadie mirará los arcones con rubíes y esmeraldas si entra en la Gruta de Rouffignac y va recorriendo sus seis kilómetros de galerías visitables, repartidas en tres niveles, en el trenecito eléctrico. Es un viaje interesante y tenebroso. El vestigio más antiguo se lo debemos a los osos cavernarios: sus nidos y sus arañazos están conservados en la roca calcárea. No coincidieron en el tiempo habitando esta gruta con los artistas que trabajaron mucho después adornando techos y paredes. Así, mamuts grabados en la piedra aparecen o desaparecen de la vista del profano según la voluntad de la linterna del guía; et voilà, de pronto, un adulto de grandes defensas se enfrenta a otro ejemplar más joven.
Aún más numerosas que los grabados son las pinturas de infinidad de animales: cabras montesas, mamuts, caballos, bisontes… Hay frisos en los que se repite una sola especie y un techo, en una sala circular, en el que se mezclan y se superponen unos a otros. Es fácil imaginar a ese cromagnon del Magdaleniense entrando en la cueva con su antorcha de grasa animal como combustible, buscando el lugar adecuado para llamar a la suerte pintando los animales que quiere cazar, invocando a mágicos espíritus propicios para su causa.
Hay otras grutas que se convirtieron en casas monolíticas, como en Roc de Cazelle ; abrigos troglodíticos como la Roque Saint-Christophe, de un kilómetro de largo y habitado hace 55000 años y donde se han encontrado útiles, armas, instrumentos musicales , huesos y sílex tallados en tiempos prehistóricos. Luego, en la Edad Media se convirtió en fuerte y en ciudad. Y así hasta quince lugares Patrimonio Mundial de la Unesco reunidos en un pequeño territorio.
¡Ábrete, Sésamo! va, ¡Sésamo ciérrate! viene, Alí Babá y los ladrones siguen dándose esquinazo entre pigmentos ocres y petroglifos oscuros.
Y ellos se repartieron el oro y a mí me dejaron sola para contarlo.
Érase una vez un país con algunos de los pueblos y aldeas más bellos de Francia…
Gepetto vive en Sarlat, y no le va mal con su carpintería, aunque a veces tiene que sacarse un sobresueldo haciendo de extra en una de las películas que allí se ruedan. Que no son pocas. Sarlat es el decorado perfecto para D`Artagnanes y Juanas de Arco; no en vano es la ciudad con más densidad de monumentos históricos del mundo. La Iglesia de Sainte Marie, convertida por el salardais Jean Nouvel en mercado cubierto – o cómo pasar de 1365 a 2008 en un momento- , impresiona por su remodelación y por sus colosales puertas de acero. Al lado, el campanario está ocupado por un ascensor transparente y sin techo que cada doce minutos sube a siete u ocho personas con un guía y ofrece una vista privilegiada del maravillosamente bien preservado conjunto de tejados, callejuelas y plazas de la capital de la comarca.
Pinocho estudió mucho, se hizo un hombre de provecho y ahora es el científico medioambiental que se encarga de la sorpresa tropical de La Roque –Gageac, un jardín exótico compuesto por palmeras, bananeros, agaves, higueras… La Roque es un pueblo pegado a un acantilado que los prehistóricos usaron como residencia en primera línea de río. Poco más de dos calles que acompañan a la Dordogne en paralelo a dos alturas diferentes. Preciosas casas y callejones, pintores intentando recrear el paisaje en sus lienzos, torres cilíndricas de piedra clara con tejado cónico de piedra más oscura, buhardillas que miran al río que fluye indiferente ante la belleza de la que él mismo forma parte.
Blancanieves y los siete enanitos dudan entre Saint Léon- sur -Vézère y Urval para comprarse una casa donde esconderse de la malvada madrastra. Ambos son pueblecitos plácidos de calles adoquinadas y casitas al borde del agua, sauces llorones acariciando las algas que flotan en el río. La mezcla perfecta entre una naturaleza bella pero discreta y la arquitectura tradicional. Las casas lucen tejados hechos con las losas de la característica piedra calcárea – “lauze” en francés-, de un color ocre dorado que se convierte en compañero de viaje de aldea en aldea; con el tiempo y la humedad toma un tono más oscuro que recuerda al de la pizarra. Los enanitos querían votar, pero al final es Blancanieves la que decide, porque le han ofrecido trabajo como cocinera en el restaurante “Le Déjeuner Sur l´Herbe”, en Saint Léon, y es una oportunidad que no puede desaprovechar.
Y todos fueron felices y no comieron perdices, sino magret de pato con salsa de trufa negra.
Érase que se era un país con mil castillos… y sus mil princesas.
La Guerra de los Cien Años es la responsable lejana y directa del surgimiento de los castillos en esta zona de Francia. En 1337 Leonor de Aquitania se casa con el heredero de la corona inglesa, dona una parte de la región a los ingleses y así el río Dordogne se convierte en la frontera entre los dos reinos. Los señores feudales construían sus moradas teniendo a la vista las de sus amenazantes enemigos, ganando posiciones en un combate estratégico y provocativo.
En Beynac vivió Ricardo Corazón de León y es el conjunto de castillo y pueblo fortificado mejor conservado de la zona. Empedradas callecitas, faroles suspendidos de arcos apuntados, flores en cada esquina y rincón, contraventanas azules, rosales y hiedras compitiendo por trepar más alto y tener así mejores vistas de los vecinos castillos de Castelnaud y Milandes. La Bella Durmiente se despierta en la fortaleza que domina desde lo más alto del pueblo. Se despereza junto a la ventana disfrutando del paisaje y se arregla para salir y bajar, por esas calles del siglo XII, hasta la panadería. Hoy, una baguette y dos croissants.
Una empinada cuesta, jalonada de tiendas que venden espadas de madera y trajes infantiles de cota de malla lleva al castillo que alberga el Museo del Medioevo. Cenicienta, apoyada en la barandilla de madera del balcón del castillo de Castelnaud- La- Chapelle, espera a que su hermanastra le suba (arreglado el bajo y cosidos como dios manda los botones dorados) el vestido para la fiesta de esta noche.
Hay mucho trabajo por hacer en los jardines del Chateau de Milandes, que Josephine Barker compró y en el que vivió durante veinticinco años); hay que abonar sus parterres de flores, cuidar sus árboles centenarios y limpiar sus balaustradas adornadas con imponentes maceteros de piedra. Rapunzel agita sus trenzas desde la ventana de la torre cuadrangular del castillo. Es la señal que aguarda el jardinero para dejar sus tijeras de podar y lanzarse escaleras arriba.
Y colorín, colorete, por la chimenea del castillo se va un cohete.
Érase una vez un país verde, negro, blanco y púrpura. Cuatro colores en el mapa y cien más en el cielo, cuando al alba lo cubren los Montgolfière en silenciosa y flotante procesión.
Érase una vez el Périgord.