La comarca está formada por cinco pueblecitos que constituyen uno de los tramos más hermosos de la Riviera italiana.
Un duro tira y afloja entre naturaleza y hombre se hace evidente, sobre todo en las colinas.
Cinco exclamaciones son necesarias. Qué menos que una por cada uno de los pueblecitos que forman esta comarca, uno de los tramos más hermosos de la Riviera italiana. Por Monterosso, Vernazza, Corniglia, Manarola y Riomaggiore. Pero también por sus playas de piedra escondidas, por su mar cristalino entre rocas atrevidas, por sus ermitas asomadas al vacío, por sus valles fértiles resbalando hacia la costa, por cada asombro que despiertan y por cada suspiro que levantan.
El paisaje de las Cinco Tierras se ha transformado mucho con respecto a la antigüedad debido a que sus pobladores han intentado aprovecharlo lo más posible. Un duro tira y afloja entre naturaleza y hombre que se hace evidente sobre todo en las colinas: una tupida trama de terrazas en franjas, llamadas “ciàn”, interrumpen las fuertes pendientes. El suelo se sujeta con muros de piedra sobre los cuales surgen huertos, viñas, escalinatas, caseríos y caminos de herradura. Una gran obra de ingeniería ambiental de murallas que, unida a la orientación del territorio, soleado y protegido de los vientos del norte, han hecho posible la “domesticación” del terreno, cubierto de limoneros, olivos, vides, frutales, pinos… formando un tapiz verde solo roto por los colores pastel de las casas de los pueblos.
De Riomaggiore, al sur, hasta Monterosso al Mare, al norte, hay diez kilómetros siguiendo el perfil irregular de la costa. La única manera nada recomendable para visitar este pedacito de Liguria es la combinación de carretera y coche, ambos incompatibles con el lugar; sí hay tres opciones recomendables: montar en tren, caminar y subir a un barco. El uso de la conjunción copulativa no es casual ni baladí: más complementarias que excluyentes, son tres posibilidades que permiten diferentes visiones y perspectivas de la zona.
Ir en el tren de estación en estación es rápido y eficaz; los trayectos son muy cortos entre ellas, aunque si la temporada es alta la batalla por entrar y salir del vagón será ardua. No hay que dejarse amilanar porque una vez dentro de cada pueblo es sencillo encontrar los rincones apartados, disfrutar en calma de una plaza, estar casi solo en un mirador, sentarse en segunda fila en la terraza de un bar y ver pasar el ajetreo a la sombra de una cerveza.
A pie, solo hay que ir siguiendo la entramada red de senderos del Parque Nacional, que entre cielo y mar recubre como una tela de araña la vertiente marina de la cadena montañosa. Fueron durante siglos las únicas vías de comunicación no solo entre los cinco pueblos, sino también con el interior. Los tres senderos principales recorren la montaña de forma paralela al mar y a diferentes alturas.
El más elevado transcurre a lo largo de la cresta que separa la costa del Val de Vara. El segundo es el llamado Sendero de los Santuarios, y conecta, a mitad de la ladera, los lugares de culto de los respectivos pueblos. El último es conocido como Sendero Azul y une los cinco pueblos por el nivel más cercano al mar. Cualquiera que se elija llevará al caminante por un recorrido entre huertos cultivados, murallas de piedra, lechos de arroyos, caseríos abandonados, agaves, chumberas, formaciones geológicas en las que se pueden observar estratos y formaciones de millones de años, capillas, estaciones de viacrucis, aldeas deshabitadas dedicadas antiguamente al pastoreo y a la agricultura, abrevaderos de piedra, arenisca desmoronándose, algún túnel y hasta un presunto menhir ( un gran bloque de piedra de cuatro metros de largo de la Edad del Bronce que probablemente tenía la tarea de indicar el paso del sol a mediodía).
Son caminos panorámicos bien señalizados, aunque hay que informarse antes de emprenderlos por si alguna incidencia impidiera su tránsito. Y tener en cuenta que el famoso Sendero del Amor, el tramo del Sendero Azul entre Riomaggiore y Manarola, construido entre las guerras mundiales para alejar de los pueblos los depósitos de explosivos durante la excavación de túneles para el ferrocarril, está cerrado y no se espera una pronta apertura.
Desde el mar, la visión de los cinco pueblecitos es especialmente agradecida y apacible. En una singladura en miniatura, cómoda y plácida, el barco entra y sale de los puertos, navega lento y permite el disfrute de los acantilados, de las casas apiñadas peleando por su espacio y luchando por no caer al agua, de los promontorios, de los santuarios perdidos en las lomas…
La sal, del mar.
Adentrarse en los cinco pueblos y caminarlos es un disfrute, apreciar sus diferentes personalidades y concluir que es imposible, quizá, decidirse por uno solo.
En la falda de un monte, al borde del mar y sus casas pintadas en ocre, siena, teja y demás tonalidades rojizas, Monterosso al Mare hace honor a su nombre. Es el pueblo más grande de las Cinco Tierras y también el primero que ha sido documentado (1056).
Desde la parte baja se pueden seguir las calles estrechas (las llamadas carrugi) ascendiendo entre plazas arboladas, ventanas floridas y cafés a la vera de las azaleas, hasta el casco antiguo con su iglesia parroquial de San Juan Bautista, de fachada e interior a listas blancas y negras. Y subiendo un poco más, llegar al Monasterio de San Francisco y su cementerio anexo, vigilantes del pueblo y del mar.
También se puede recorrer el paseo paralelo a las playas y hacerle una visita al Gigante, una imponente estatua de cemento armado y hierro – representación de Neptuno- , que surge de la roca en el acantilado; construida a principios del S. XX, soportaba la terraza en forma de concha de la Villa Pastine, bombardeada en la II Guerra Mundial.
Si en el S. XVI en estas aguas se practicaba incluso la almadraba, hoy son pocos los barcos dedicados a la pesca; solo resiste la de las famosas anchoas de Monterosso, de carnes prietas y color gris brillante. Aquí las llaman “el pan del mar”, se pescan a lámpara y se preparan a mano.
Las anchoas, de Monterosso al Mare.
Vernazza fue fundada por los esclavos liberados de la familia romana “Gens Vulnetia”, y de ahí proviene su nombre. Sobre las laderas de un entrante en el mar, empinadas escalinatas llamadas “arpaie” desembocan perpendicularmente en una única calle central –por debajo corre el arroyo Vernazzola-, a lo largo de la cual todas las casas bajan, mezclando sus coloridas fachadas hasta el puerto.
Abajo, asomada al mar está la plaza, flanqueada a un lado por la iglesia de Santa Margarita de Antioquía; de estilo románico genovés su construcción se remonta al siglo XII, y tiene una curiosa entrada con escaleras y ventanas ojivales que dejan ver el mar. En el otro extremo de la plaza-puerto-playa (todo en uno) está el Castillo Doria, erigido como defensa ante los ataques que llegaban del mar y coronado por una torre atalaya cilíndrica a la que subir para “stendhalizarse“ con las vistas.
En Vernazza no hay posibilidad de escapar a la belleza, ya sea desde lo alto del castillo o desde el interior de sus callejuelas; son encantadoras sus ventanas de postigos de madera verde, las terrazas de los restaurantes y heladerías, las tiendas donde comprar como recuerdo un paquete de pasta adornado con un lazo de la tricolor bandera italiana.
El trofie (o trofiette), esa pasta larga y rizada típica de Liguria, de Vernazza.
Corniglia, también con toponimia romana –Gens Cornelia- es el único sin salida natural al mar. Está a unos cien metros de altura, en un promontorio rocoso muy fotogénico, pero bastante cansado de alcanzar. La Scalla Lardarina, casi cuatrocientos escalones en treinta y tres tramos, lleva a las calles de casas bajas y anchas más del estilo del interior que del litoral; la vocación de Corniglia es más de tierra que marinera. El pueblo huele a albahaca: el “basilico” es el protagonista y forma bodegones en cada rincón; macetas, prensas antiguas, ánforas y cuencos se prestan a acoger al ingrediente rey de la salsa reina: el pesto.
Una vez arriba, se impone un granizado de limón o un helado antes de seguir paseando y llegar hasta el borde del precipicio. Se respira hondo, se mira el mar de nuevo. Allí sigue, intensamente azul y profundamente transparente a la vez, meciendo barcos y acariciando rocas.
La albahaca, de Corniglia.
Manarola, (del latín” Manium Arula” o templete dedicado a los manes, dioses romanos del hogar; o quizás de una antigua “Magna roea”, una gran rueda de molino presente en la localidad), surge de un enorme escollo negro y sus casas parecen salir de la roca. Tiene un puertecito minúsculo, con un gran peñasco en medio desde el que se lanzan al agua muchos chavales insensatos. Sobre él, una casa circular, construida sobre los restos del bastión que defendió el pueblo en la Edad Media, lo identifica y lo distingue de sus hermanos en esas postales en las que los cinco se mezclan y parecen invitar a jugar a encontrar las siete diferencias.
Rodeando el puerto, tan pequeño que algunas de las barcas son izadas a tierra y ocupan un buen tramo la calle principal arriba, y avanzando en paralelo al mar, se llega a un parque muy tranquilo que ofrece un bonito panorama y unas preciadas sombras. Aún en temporada de alto riesgo de avalanchas de turistas suele ser un lugar tranquilo que invita a la contemplación: mar, casas de colores, la vegetación que baja desde las montañas hasta las terrazas cultivadas con viñas centenarias, en colinas de tan difícil acceso que se construyeron raíles para que pequeños vagones faciliten la vendimia.
El vino, de Manarola.
Riomaggiore (Rivus Magior, es el arroyo que le da nombre y sobre el que se asienta), es un pueblecito de pescadores formado por una laberíntica mezcla de túneles para todos los gustos, (desde el azul adornado con mosaicos que sale de la estación, hasta el pedregoso con olor a humedad de cuatro siglos atrás), pasadizos, escaleras y recovecos. No se sabe cómo pero todo ello va a dar a la calle principal del pueblo. Tiendas, restaurantes, heladerías, gente subiendo y bajando y señoras mayores asomadas en las ventanas viendo el ajetreo distraídamente. Las casas –más colores pastel, qué le vamos a hacer- se elevan en tres o cuatro alturas por imposición del terreno escarpado y escaso y tienen acceso a diferentes niveles. Al final, el puerto, con las barcas flotando en el agua o subidas en la rampa esperando su próxima salida al mar. Una pequeña playa de piedras escondida detrás del pueblo. Un castillo medieval bien conservado con dos torres circulares. Un conjunto único.
Riomaggiore vive de cara a las olas y mirando de reojo al campo. Sus olivos cultivados en terrazas que caen en picado sobre el mar, ofrecen una cosecha limitada pero exquisita.
El aceite de oliva, de Riomaggiore.
Trofie con albahaca y anchoas.
INGREDIENTES:
80 g. pasta trofie fresca.
20 g. albahaca.
Anchoas en filetes.
Dos cucharadas de aceite de oliva.
Sal.
- Llevar el agua a ebullición, salarla y echar la pasta.
- Mientras se cuece, en una sartén caliente, rehogar la albahaca con un poco de aceite de oliva y con una cucharadita del agua de la cocción de la pasta. Añadir las anchoas cortadas en trocitos pequeños.
- Escurrir la pasta y mezclar los ingredientes.
- Acompañar con una buena copa de vino blanco y disfrutar de toda la Liguria en la mesa.
Una tierra dura, salvaje; acariciada y despeinada por el viento; áspera y salada, intensa y cálida. Una tierra labrada con esfuerzo y disfrutada con relajo, en la que la relación entre hombre y naturaleza parece haber encontrado el equilibrio armonioso y perfecto. Donde acantilados escarpados, bosques y calas dibujan un idílico paisaje costero adornado con los pueblos marineros y agrícolas llenos de color y de sabor. Una tierra que se sabe amada y que devuelve ese amor con frutos generosos. Una tierra condimentada con mar, aderezada con sol, espolvoreada con colores, preparada con calma: la receta de la felicidad.
Buon appetito!!