Camilla Läckberg está muy bien dotada para la escritura.
No es fácil encontrar el espacio en el que la palabra se ajusta a la perfección con su contexto.
El reflejo que cada día le devuelve el espejo a la escritora sueca, sin que ella tenga que preguntar quién es la más guapa, es el éxito profesional aderezado por una cifra millonaria de ventas. Tiene su explicación −creo que ya lo dije cuando comenté su novela anterior−; las fajas de los libros no dicen toda la verdad, pero no mienten, abren una ventana a lo que parece imposible.
En este año sementero del virus psicópata que ha enmascarado muertes reales y solapado aniversarios de muertos ilustres como Galdós −a Delibes aún le queda una oportunidad en octubre si no hay rebrotes−, Dumas y Dickens −¡casi nada!−, conviene detenerse en la aparición de la nueva novela de Camilla Läckberg, Mujeres que no perdonan, una autora que, como los citados, demuestra una gran desenvoltura para captar los fenómenos más significativos de la realidad y proyectarlos de la forma más adecuada. Sus páginas están orladas por un gris cercano al negro; pero sin suspense ni sorpresa final, pues el final se va escribiendo desde el principio.
Digo esto porque en la estrategia promocional de las novelas se tiende a exagerar los términos y a abusar del suspense y la sorpresa; así como a estirar las páginas hasta llegar a la medida imprescindible para que sea comercial, como si en el territorio de la novela corta −ésta lo es− no hubiera verdaderas joyas y auténticas obras maestras; sin ir más lejos Pedro Páramo, El extranjero o La metamorfosis, por citar las más conocidas y reconocidas a lo largo del tiempo. La inmediatez y ansiedad que imponen las leyes del mercado son inclementes con el tiempo; el objetivo es llegar cuanto antes, vender, auparse en las listas de los más vendidos; no importa lo que haya que hacer para conseguirlo, pervirtiendo a veces el alcance literario de la novela en cuestión.
No creo que estas digresiones afecten a la intención de Camilla Läckberg, ni al resultado de su búsqueda. Su objetivo no es crear suspense; tampoco abonar su novela con un final sorpresivo, la realidad no está para cuentos. La escritora sueca, desde la frialdad de las ideas que se manifiestan y quieren marcar un surco, tiene claro desde el principio a dónde quiere llegar y así lo expresa en cada línea. No abjura de la ficción; por otro lado, imposible abjurar de lo que forma parte de la vida, pero va a lo importante para su propósito con una seguridad envidiable que convierte al oficio del escritor en un instrumento perfecto. En este sentido su literatura obedece a un compromiso y no olvidemos que la vocación literaria siempre tiene un componente de compromiso, con lo exterior o con el interior de cada uno, que a veces se funden y dan resultado.
El compromiso de Läckberg, ojos de gata, estaba y está claro: desbrozar la realidad para llegar a su esencia, a aquello que más puede influir en las emociones de una sociedad moderna, pero sobre todo en la singularidad del individuo que pertenece a esa sociedad. Pone el punto de mira en la mujer y en su lucha por sobrevivir a la injusticia que provoca la supremacía atávica del hombre; un asunto que sigue provocando heridas cuando no llagas irreparables. Un asunto que no puede ocultar ningún virus, salvo que la pandemia nos lleve a todos por delante, pues es un virus psicópata en sí mismo, una pandemia contra la que no hay medidas sanitarias.
Hablo por boca de la autora sueca, pero creo en ello y confío en que a pesar e todo tenga un solución cercana. Su mensaje −más allá de las cifras de ventas, incluso más allá de su propia literatura− no se deja enmascarar por las palabras; es frío, calculado y directo como la actuación de sus personajes, bien definidos en categorías que no dejan lugar a dudas. El propósito es la igualdad en todas las variantes del comportamiento humano, pero enfocado en la situación de la mujer y en su honesta visibilidad; la lucha contra la violencia, el maltrato, la violación sistémica, el maltrato, el abuso de la fuerza y el supuesto poder de género, la humillación estructural y egoísta.
Supongo que puede parecer contradictorio hablar de honestidad y justicia cuando hay crímenes por medio, bien planeados, estrategias para la muerte del opresor. El asesinato como remedio y punto final, la conciliación con la vida nueva que empieza con la ausencia del maltratador. Desde un punto de vista moral es difícil justificar el asesinato; pero en las novelas no hay moral que valga y el resultado de la muerte es el principio de la vida. De modo que… me creeréis cuando la leáis; pero, sobre todo, creeréis y estaréis más cerca de Camilla Läckberg, sin entrar en más detalles.