
La isla de Siltolá. Precio: 12 euros.
Hoy la brevedad ha adquirido plenamente la condición de valor que cotiza en la bolsa de las letras.
Palabras venidas del cielo, como el propio autor definía a los aerolitos.
«Mi nombre de leche es un secreto». «Las rosas son radiografías de esqueletos de ángeles». «Anoche la luna escupió sangre». Entre la poesía y el aforismo se establece el género que Carlos Edmundo de Ory bautizó como «aerolitos».
En una entrevista concedida con motivo de la presentación de su tercer libro de ellos, el propio Ory explicaba el motivo de ese término: «Vienen del cielo. Por eso se llaman así. De repente me salen. No son máximas moralistas, sino cosas del lenguaje, yo trabajo el lenguaje lo mismo que el panadero hace pan. Es lucidez, algo que viene de luz». De estas declaraciones se puede deducir que no son, en lo esencial, algo muy distinto a la definición que se daba del Postismo, que se entendía como un ismo no inventado sino descubierto, «que existe involuntariamente y espontáneamente, va en el aire y fecunda la opinión».
«Ory llamaba aerolitos», nos dice en el prólogo el autor de la edición, José Ramón Ripoll, acaso con algún exceso de literatura, «a esos fugaces instantes de conciencia representados por frases aparentemente inconexas que, desde el espacio caótico del pensamiento, caen sobre el papel tras un viaje milenario. Son formas perdidas en el sueño, experiencias acumuladas de lectura, luces de la observancia que van configurando en su esparcimiento el extracto apriorístico de su poesía». Hallazgos del inconsciente, píldoras de irrealidad, rastros de lecturas que han dejado huella en el lector y que el autor condensa en enunciados hiperbreves como la visión de esos bólidos provenientes del cosmos que caen sobre la tierra.
«Solo la locura cura a los cuerdos». «Perla sufí: a la roca yo lanzo un grito de amor». «Amo con gran asombro todas las cosas: la lluvia, los besos y las hormigas». Estos aerolitos son «una hábil mezcla», continúa Ripoll, «entre la tragedia y la risa, lo lúdico y el drama, la invención y la realidad, sin otra pretensión que descubrir por medio de la lengua, la metáfora y la sorpresa, esas zonas ocultas del ser a las que solo se puede llegar mediante un golpe inesperado». Unos tiempos como los actuales, marcados por tatuajes y tuits, micropoemas y versos inscritos en los pasos de cebra, que de alguna manera está viviendo un renacimiento editorial del género aforístico, son sin duda mejores para la recepción de este subgénero creado por Carlos Edmundo de Ory que la época que los vio nacer. Hoy la brevedad ha adquirido plenamente la condición de valor que cotiza en la bolsa de las letras.
Que se les haya dedicado atención académica a estas formas híbridas de uno de los padres del Postismo —contracción de postsurrealismo y «el ismo que viene tras todos los ismos», se definió a este movimiento postvanguardista—, distinguiendo, como hace Jaume Pont, siete grupos o clases de ellos, no quiere decir que se les haya cosificado hasta el punto de que se puedan reproducir o imitar. No, al menos, con la intensidad y redondez de que les dotó su creador: probablemente son una forma de expresión que desapareció con el autor gaditano, fallecido en 2010 en Thézy-Glimont, para siempre. La oportunidad de una edición antológica como la que presenta La isla de Siltolá en su colección «Aforismos», sin mirar a su pureza formal, es por ello todo un acierto.
Brotes del corazón. Fuegos de palabras. O palabras venidas del cielo, como hemos visto que el propio autor los definía. Lo que diferencia —y otorga valor— a los aerolitos de cualquier otro tipo de paremia es que no son merodeos sobre un asunto, ni atisbos sobre un tema sobre el que se está pensando, sino más bien revelaciones. Piezas cazadas por un atento, paciente y heterodoxo observador de los cielos.