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Bracket y Wilder «on fire»

Rubén Diez Tocado

Rubén Diez Tocado

El símil que el guionista Billy Wilder daba de su trabajo con Charles Bracket no se sale un ápice del campo de la pirotecnia: “Nos peleábamos mucho. Bracket y yo éramos como una caja de cerillas. Rascábamos sin parar hasta que alguna se encendía”.

Y añade, quién sabe si para ilustrar cómo era un día bueno: “A veces llegaba a tirarme una guía telefónica”.

Lo malo de que dos talentos ardan en esa luz común, tan ansiada por el resto, es que la llama dura lo que dure el combustible, y el combustible son ellos.  No se los puede amar sin empezar al mismo tiempo a echarlos algo de menos.

Este año se cumple el 80 aniversario de dos de sus incendios históricos: Medianoche, dirigida por Mitchell Leisen, y Ninotchka, de Ernst Lubitsch. Ambas son deslumbrantes. El tiempo transcurrido debe de opinar lo mismo, pues las ha manipulado con mitones de terciopelo. Auguro que dentro de veinte años, cuando cumplan los cien, me miraré en ellas para confirmar el traje de carne transida en que me habré convertido. Sobre todo si quien me observa es Claudette Colbert. Cada día está más joven.

1939 fue un año cinematográfico tan sublime que uno no entiende cómo la gente de la época no abandonaba sus casas para irse a vivir a las puertas de los cines. En ese año y los venideros,  Wilder y Bracket, como dos placas tectónicas de igual dureza que luchan por imponerse la una a la otra, hicieron aflorar una cordillera. A la vista de los hechos y, como sucede con la invención de la rueda o el hallazgo del fuego, nos decimos: tenía que ocurrir. Charles Bracket, un niño bien (familia de abogados, de Saratoga Springs, Nueva York), republicano, sobrio (en lo personal, no en lo etílico), culturizado a base de leer y escribir relatos y novelas, que había sido crítico teatral para The New Yorker  y hasta vicecónsul en Saint-Nazaire, acabó trabajando, por decisión de la Paramount, junto a un judío emigrado de Europa por el miasma nazi, catorce años menor que él, inquieto, procaz, de veleidades izquierdistas, que había trampeado como periodista y escritor de-todo-un-poco en Viena y Berlín, y que no había llegado a Hollywood para escalar ninguna pirámide: él había venido a comérsela. Todo delito tiene un móvil y el de este ensamblaje fue que Wilder tuviera ocasión de apuntalar su inglés, aún rudimentario, por la influencia del literato estadounidense. Éste, por su parte, se beneficiaría de una mayor acidez en los diálogos, del modo que un vaso con agua muerta gana la vida que le transfiere un alka-seltzer.

Además de Lubitsch, para el que habían escrito el guión de La octava mujer de Barba Azul un año antes, ambos tenían algo en común: venían de trabajar para directores de segunda fila. Por lo demás, sus pasados más recientes también divergían. Charles Bracket cobraba cuatro veces lo que Wilder y fue elegido presidente del Sindicato de Escritores Cinematográficos. Wilder había vivido en el reservado de unos aseos públicos, donde escuchaba orinar a las señoras. Sin embargo, cualquiera que observase su ascensión, tenía que admitir lo candoroso de la desgracia que le había tocado en suerte. Cuando llegó el momento de cruzar la frontera en Mexicali para entrar en territorio estadounidense, el joven guionista no disponía de la documentación requerida. Aún así, esperó en la cola pacientemente. Cuando llegó su turno, y para emborronar de palabras la negativa prevista, se enfrascó en una parrafada imposible. Al agente de inmigración toda aquella palabrería le sobraba, pues cuando supo que Wilder quería entrar en el país para hacer guiones, selló el visado sin miramientos. “Escriba algunos buenos”, le pidió. No se había visto tal poder vaticinador desde que Freud le anunció a Jung, justo antes de desembarcar en el puerto de Nueva York, en su primera visita al continente: “No saben que les traemos la peste”. 

Medianoche es la historia de una cazafortunas con innegable talento para olfatear dónde está el dinero, pero desde luego mucho menor del que tiene para enamorarse. Para evidenciar su extrema pobreza (lo ha perdido todo en un casino de Montecarlo), Bracket y Wilder -o “Bracketandwilder”, como se los conocía en aquel Hollywood del que sólo restan las letras- la hacen llegar a un París con aguacero, sin equipaje y sin paraguas. Se protege de la lluvia con el tejadillo de un periódico abierto. “Sería más fácil bebérselo que leerlo”, dice. El taxista que se ofrece a llevarla gratis, interpretado por Don Ameche, tarda en cautivarla lo que en meter primera. Para cuando ella quiere darse cuenta de que lo ama, lleva empapada de amor todo el metraje, y sobre nuestras rodillas. Es ésta una película de gran generosidad detrás de las cámaras, pues Charles Bracket y Billy Wilder deciden contagiarle la inquina que se tenían al director, Mitchell Leisen, segundo más taquillero del estudio, con el que Wilder mantendría, siempre, una relación envenenada. Como es propio de él, saltimbanqui de las paradojas, decide pagarle su enemistad entregándole un guión inmarcesible que se cuenta entre los más brillantes de una película screwball.

Ninotchka parodia el comunismo y sus esquelas. Para ello lo contrastan de nuevo con París, la ciudad más parecida a sí misma cuando se trata de rodar abstracciones. Ninotchka es una agente del régimen soviético que acude a salvar de la tentación capitalista a los tres camaradas que la antecedieron, trasladados a París para vender al mejor postor las joyas expropiadas de una duquesa. Greta Garbo borda el papel de su vida: hacer de ella. Le da la réplica Melvyn Douglas, encantador. Al comienzo de la historia, verlo flirtear ante su cara de esfinge es como presenciar los arañazos de un gato amputado. “Está muy seguro de sí mismo, ¿no es eso?”, le pregunta ella, impasible, a los pies de la Torre Eiffel. “Últimamente no ha pasado nada que me haga pensar lo contrario”, responde él.

En este caso, a la pareja de guionistas se unen Walter Reisch y el mismo Ernst Lubitsch, no reconocido en los créditos como tal, pese a que así lo solicitaron sus compañeros. Y todo por hallazgos como éste: el guión encallaba, no daban con el modo de contar cómo la emisaria Ninotchka Yakushova, además de en las redes del conde León D’Algout, está cayendo en las del capitalismo. Lubitsch, durante una reunión de guionistas en su casa, alumbra la idea en el baño. Sale de él exclamando: “¡El sombrero!”.  “La historia tiene tres actos”, explica Wilder. “Ninotchka lo ve por primera vez en un escaparate cuando entra en el hotel Ritz con sus tres cómplices bolcheviques. Ese sombrero absolutamente extravagante es para ella el símbolo del capitalismo. Lo mira con desagrado y dice: “¿Cómo puede sobrevivir una civilización que permite a las mujeres llevar eso en sus cabezas?”. Luego, la segunda vez que pasa por delante del sombrero hace un ruido: ch, ch , ch. La tercera vez, está sola, por fin, se ha deshecho de sus compinches bolcheviques, abre un cajón y lo saca. Y se lo pone. Cuando se trabajaba con Lubitsch, siempre rondaban ideas así”. Podemos entender su admiración. Lubitsch es un director del que Wilder llegó a decir: “Consigue mucho más con una puerta cerrada que la mayoría de directores con una bragueta abierta”.

Después de la proyección previa de Ninotchka en una sala de Long Beach, Lubitsch regresa junto a sus escritores en una limusina pagada por la Metro. El director va leyendo las tarjetas con las opiniones que los primeros espectadores han escrito a la salida. De repente, se fija en una de ellas y rompe a reír como sólo lo hace alguien que está pidiendo permiso para pasar a la historia. “¿Qué sucede?”, le preguntan. Recuperado el aliento, Lubitsch lee: “La película más divertida que he visto nunca. Me he reído tanto que me hice pis en la mano de mi novia”. Aún faltaban once años y diez películas en común para que Charles Bracket y Billy Wilder mantuvieran su última discusión. Fue dentro de un coche, en un aparcamiento, como cualquier pareja que se precie. Wilder lo explica en una sola frase, pues con las desgracias previsibles conviene ser sucinto: “La caja de cerillas se desgastó”.

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