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BIBLIOTECA DE RELECTURAS NECESARIAS Invitado a una decapitación. Vladimir Nabokov

Aurelio Loureiro

Aurelio Loureiro

Volver a Nabokov es como regresar a una casa confortable y hogareña que, a medida que nos aproximamos, va mudando de fisonomía y cambiando los muebles.

Sólo desde el absurdo se puede indagar en la verdadera naturaleza del ser humano. Invitado a una decapitación es un libro necesario en tiempos de confinamiento.

Durante mucho tiempo he vivido en la creencia de que la perspectiva de lector, la mirada sobre el libro que te ocupa, la tensión ante el texto, van cambiando con el paso del tiempo. Por lo tanto, emprender la relectura de cualquier libro leído con gozo en su momento, más allá de la distracción o el placer que se procura, en lugar de una tentadora conciliación con el pasado, era más bien un intento de enhebrar argumentos de otra época, historias y enseñanzas ya disueltas en el magma intelectual y emotivo de nuestro cerebro, en el presente que se renueva con buenas dosis de futuro incierto. Según este presupuesto, los que cambiamos somos nosotros y no hay razón que pueda rebatirlo.

No obstante, ese mismo paso del tiempo, ha terminado por convencerme de que, por más que nosotros y las circunstancias que rodean al acto de la lectura hayamos cambiado, lo verdaderamente importante es que los que han cambiado son los libros. Ya lo venía barruntando; pero tuve la confirmación cuando, por mor del confinamiento, tuve la oportunidad de acercarme a algunos libros que ya había leído. Elegí al azar El lobo estepario, novela de Hermann Hesse que había leído con arrebato en mi tardía adolescencia con otras novelas del Premio Nobel de Literatura alemán devenido en suizo: Demian, Peter Camezin, El juego de abalorios

La pandemia tuvo el falso fulgor de regalarnos tiempo al tiempo que nos situó ante el riesgo de perderlo por culpa de la enfermedad del covid-19. Nos encerró en nosotros mismos al borde del precipicio existencial y nos liberó de los contornos que retardaban la llegada de los impulsos externos a nuestra conciencia. El resultado es la soledad más absoluta −la bruja en el misterio de la creación−; el principio de la negación de uno mismo. Releí El lobo estepario con mayor arrebato si cabe y comprobé que el libro había cambiado, que su atmósfera se ceñía más a la imposibilidad de su protagonista de estar solo y eso lo convertía en un ser áspero, evasivo y dañino. La proximidad a los demás, ya no escondida, lo alejaba de la soledad a la que se sentía destinado y lo alejaba de los círculos de fuego a los que lo había arrojado ese destino.

El caso De Cincinatus C., protagonista de Invitado a una decapitación de Vladimir Nabókov, libro elegido para esta primera entrega de Biblioteca de relecturas necesarias, acaso sea más ilustrativo de esa soledad imposible pues parte de su confinamiento forzoso. Si Harry Haller, el lobo estepario, vagaba entre las sombras de la noche en busca de su identidad y, continuamente chocaba con los contornos de la locura hasta llegar al asesinato y acabar su peripecia en un distorsionado baile de máscaras; Cincinatus parte, a su vez, del intento de preservación de la identidad que le quieren arrebatar con la muerte.

En ningún momento se desvela la naturaleza −ominosa, al parecer− del crimen por el que Cincinatus ha sido condenado a la reclusión y sentenciado a muerte por decapitación; algo anacrónico que, sin embargo, parece lo más lógico dadas sus circunstancias. La ejecución de la sentencia se retrasa −su particular pandemia le otorga tiempo, a la vez que lo sitúa en la tesitura cotidiana de perderlo definitivamente cuando llegue su verdugo−; se le ha despojado de todo, salvo de una identidad que se resquebraja, pero que se le sigue apareciendo en sueños, a retazos, o incluso en viajes oníricos fuera de la celda.

Cincinatus vive a la espera de que le digan cuándo va a morir o, mejor, cuándo va a ser decapitado; de ahí su gran pregunta: ¿Cuándo voy a morir? No obtiene respuesta, acaso porque no existe una respuesta para una cuestión que sólo podría contestar el verdugo supremo, si lo hubiera. Los verdugos de este mundo, incluso del mundo del absurdo en que se ha precipitado el reo, tardan en llegar o llegan demasiado pronto, pero disfrazados, detrás de una máscara de empatía. El tiempo que otorgan al recluso lo emplean para descubrir los puntos débiles de su conciencia, avivando su incertidumbre que también es un círculo de fuego del que no se puede escapar.

Cincinatus, sin voluntad más que para esperar el momento fatídico en que será desgajado de su cuerpo mutilado, condenado a ser un fantasma vivo, busca la soledad y el recogimiento, pues es la única forma de verse a sí mismo como realmente es y porque la soledad es la llave que abre las puertas invisibles de los sueños. Pero es inútil, no hay forma de quedarse solo. Las cancelas de las celdas permanecen cerradas; pero, inexplicablemente, con frecuencia lo invitan a salir al corredor −quizá para que se vaya haciendo a la idea del trayecto que habrá de recorrer hasta llegar a la cuchilla del carnicero− y personajes de toda laya, al servicio de la fortaleza en la que está recluido o procedentes del exterior, no dejan de entrar y salir y de mover a Cincinatus por los más insondables caminos de su resignación. La soledad sólo beneficia a los desamparados.

El absurdo es con frecuencia la mejor y más fiable manera de llegar a la conciencia de los personajes; y, si no, que se lo pregunten a Samuel Beckett, con quien pronto nos encontraremos. El absurdo para, si no combatir, tratar de explicarse tiempos absurdos que impregnan la piel de la costra picante de una soriasis furibunda; la piel y el alma recubiertas de costras cenicientas. Tiempo absurdo fue el que sucedió a la I Guerra Mundial y al triunfo del gobierno bolchevique en Rusia (a quien le debió Nabókov su exilio en la Europa que había sobrevivido a la guerra) y precedió a la llegada del nazismo y la II Guerra Mundial; pandemias asesinas.

Nabókov manifiesta en el prólogo a Invitado a una decapitación que el hecho de haber sido escrita durante ese tiempo absurdo es una mera anécdota que ni él autor ni el lector debían tener en cuenta. Loable intento; pero ahí quedan su propia novela y la de Hermann Hesse para cuestionarlo. Si bien, quizá la pregunta que nos haríamos, como la del propio Cincinatus, no tenga respuesta, porque el verdugo ya esté entre nosotros, enmascarado.

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