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BASQUIAT contra BASQUIAT

Rubén Diez Tocado

Rubén Diez Tocado

Una noche a principios de los 80, en una avenida del Bajo Manhattan, un joven levanta la mano para coger un taxi. Pasan varios vacíos, pero ninguno para. No es la primera vez. El joven les grita enfurecido, los insulta.

Es Jean-Michel Basquiat, el más trascendental pintor de su generación junto a Julian Schnabel. Como él, en ese momento ya es un millonario. Sus cuadros se venden bien. Pero los taxistas no lo saben. Sólo ven a un negro que agita sus brazos en la acera, quién sabe si para robarles.

El mismo año que se fugó de casa para acabar malviviendo en las calles del Bowery, lo habían echado del instituto por arrojarle al director un pastel de nata a la cara. La vida se lo devolvió con doble ración de talento y triple de ambición. Nadie lo habría previsto viéndolo deambular como un mendigo durante horas, buscando dinero en el suelo de las salas de baile, alimentándose con bolsas baratas, atiborradas de ganchitos. Tampoco viendo sus grafitis del comienzo, con los que junto a Al Díaz, interpelaba a la ciudad o la hacía pensar. Algo así como el Banksy de hoy, pero sin el armiño adormecedor de las casas de subastas, aunque sí con la confidencialidad de una firma enmascaradora: “Samo”, acrónimo de Same Old Shit, “la misma mierda de siempre”. Hay un grafiti mítico que habrá de recoger toda la sustancia de su aparato existencial: “La vida es confusa en este momento”. Tal pensamiento lo llevará de la mano hasta la muerte. Madonna, con la que Basquiat salió unos pocos meses cuando ella era una joven promesa del pop, afirmaría años después que  Jean-Michel la envidiaba porque la pintura era sólo para élites, pero a ella la música le permitía llegar al gran público. En otras declaraciones es Madonna la que lo envidia a él, pero con una objeción: “Era demasiado frágil para este mundo”.

En su veintena, como si fuera consciente del poco tiempo que le quedaba, Jean-Michel Basquiat pintó mucho y deprisa, sobre todo tipo de superficies: ventanas, puertas -algunas de frigoríficos-, hasta sudaderas. No le importa no estar solo cuando lo hace, siempre que haya música puesta, aunque sea la del televisor. Tamra Davis le pregunta si él considera importante no ser capaz de describir su manera de trabajar, aludiendo, supongo, a la importancia de la intuición en un trabajo creativo. El pintor le contesta: «Es como preguntarle a Miles Davis cómo suena su trompeta».

Los tiempos de la calle han pasado. A los muros de las estaciones de metro los han sustituido los lienzos. Protagoniza exposiciones, incita artículos, incluso llega a posar para la portada de la New York Magazine. Pero, ¿en quién puede confiar un artista de cuyo ático en la calle Crosby, recorrido por un trajín incesante de visitantes y amigos de la fiesta nocturna, desaparecen hasta los despojos más ínfimos de su trabajo? Jamás les perdía la pista. Los veía aparecer poco tiempo después en alguna subasta de arte, lucrando casi siempre a las personas equivocadas.

Cartel de la exposición conjunta con Andy Warhol y grafiti de la primera etapa de Basquiat

En 1981, Basquiat vendió su primer lienzo por 200 dólares. Su pintura «Untitled”, un año posterior, se subastó en 2017 por 110 millones y medio. Además de su autoría, ambas obras tienen algo en común: las dos se vendieron por encima de lo esperado en su momento. Quienes compraron algunas de sus obras cuando Basquiat aseguraba, como tantos otros, que llegaría a ser un pintor famoso, aún repiten la letanía con que se mortifican los que sólo adquieren un boleto premiado: lástima no haber comprado más. (El mismo Al Díaz recibió un díptico de Basquiat poco antes de su muerte y acabó vendiéndolo, no sin lamentarlo, seguramente para costearse la droga a la que también estaba enganchado). Basquiat era un premio que ya estaba tocando mientras vivía, y la sorpresa de perderlo sólo vino a confirmar el privilegio de haberlo disfrutado en vida.

Basquiat había alcanzado su techo. Era un pintor de éxito, pero al que tenían vetado el paso, por underground, en el sanctasanctórum de las galerías más prestigiosas, ésas donde se decide el quién y el qué de la historia del arte. Tocaba minimalismo, pero él irrumpe con calaveras coloristas, lemas de fuego y coronas sanguinolentas. Era el arranque de su cuesta abajo. Para contrarrestarla y levantar de nuevo el vuelo decidió, asesorado por su representante, subirse a un globo que descendía. Desde la estratosfera. Ese globo se llamaba Andy Warhol. Su afinidad había sido grande, pero la vieron quebrase por los embates de una fama compartida, después de que una exposición conjunta en la galería Tony Shafrazi  recibiera críticas demoledoras. El célebre cartel de la convocatoria retrata a los dos artistas sobre fondo amarillo, armados con guantes de boxeo. Lo certero habría sido retirar a Warhol y retratar a Basquiat junto a su doble, la lucha de un hombre contra sí mismo. Después de aquel fracaso no volvieron a tratarse. Se habían conocido años atrás en un restaurante del Soho, cuando  Basquiat vendía postales hechas por él mismo. Warhol le compró algunas, no sin regatear. Cuando el joven le preguntó “qué le parecen”, el acompañante de Warhol, Henry Geldzahler, respondió: «Me parece que eres muy joven». Es el mismo que, en una entrevista años después, le pregunta al joven artista si quiere vivir y él responde: “Por supuesto que sí”.

Warhol murió dos años después, contra todo pronóstico, y Basquiat se adentró más en la penumbra. Llevaba ya algún tiempo consumiendo como si las drogas fueran golosinas, pero ahora tenía otro motivo para descontrolarse. Quizá creyó que así retomaría el vuelo. Una vez más. Se había recluido para acabar su obra homenaje para Warhol. Una mala metáfora lo traicionó y decidió titularla “Pegasus”.

“Untitled”, de 1982. La obra que Sotheby´s subastó
por 110.500.000 dólares en mayo del año pasado.

A Jean-Michel Basquiat lo mató el frío de la gente adherida, el odio contra su negritud, la distante relación con su padre, cuyo amor estuvo lejos de colmarlo y, por encima de todo, el artista que quiso llegar a ser. Si la vida te ha regalado ese talento puedes ir troceándolo como en las salas de despiece o sentarte sobre él con un cronómetro en la mano. Basquiat optó por lo tercero. Lo encontraron muerto por sobredosis a la edad de 27 años, un día de tantos en que había quedado con amigos para pasarlo bien. Para pasar el trago, se entiende.

Dejaba tras de sí más de dos mil piezas, entre dibujos y pinturas, y su cadáver negro contra el fondo resplandeciente de los rascacielos estivales; un bonito cadáver, como recomendaba el personaje Nick Romano. En una entrevista de 2016, Elena Cué le preguntó a Francesco Clemente, también artista señero de aquel Nueva York de los ochenta, por Warhol y Basquiat. «Los echo de menos a los dos”, respondió. “Podrían seguir vivos. Sigue siendo su tiempo». La muerte, ese reino donde el tiempo ha dejado de correr para Jean-Michel Basquiat, continúa remando a su favor.

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