“El desconocimiento de Ayn Rand me ha permitido descubrir un mundo literario pleno de significados. Nunca es tarde si la novela es buena.
El manantial es, en el fondo, un libro de autoayuda; pero más brillante y complejo que los que nos venden a diario.
Los exploradores, cualesquiera que fueran los nuevos mundos y territorios susceptibles de ser descubiertos, solían partir de la ignorancia y la intuición como soportes de la arriesgada aventura que estaban dispuestos a emprender sin la garantía de un final feliz o, simplemente, de un final. Los lugares a descubrir y, en muchos casos, a colonizar ya existían; lo que no era óbice para el empeño inaugural ni cortapisa para aventura de término tan incierto. El conocimiento, al fin, es el resultado de una ignorancia intuitiva y, por lo tanto, la raíz de la experiencia artística.
No voy a dármelas de explorador y, mucho menos, de aventurero. Tampoco voy a hacer una loa de la ignorancia –fino reptil que envenena muchas tertulias y veladas, sobre todo, ahora, en Navidad, cuando todos los descubrimientos parecen estar hechos ya y los misterios, todos, develados-; me sobran años para afrontar retos que nunca acaban en buen puerto y me faltan arrestos para defender la peregrina idea de que el desconocimiento es la espoleta que marca el camino hacia nuevas sabidurías; muchas de las cuales, avaladas por la casualidad y la sorpresa, han conducido a la civilización hasta el punto en que se encuentra.
Me quedo con la ignorancia intuitiva, aquella que se suma a la búsqueda de algo peculiar, algo que ya existe y precisa de una peculiaridad privativa de la misma ignorancia para de una forma íntima hacerse visible; al hallazgo de lo que no precisa ser descubierto, pero que refuerza el descubrimiento de lo que se intuye sin un punto de referencia que haga viable el hecho, real o ficticio, de que lo que se intuye tenga su correspondencia en lo que, a la postre, se descubre y, en último término, el hallazgo coincida con lo que fuera intuido, por más que esto no se pueda demostrar.
Disculpad la palabrería; pero no veía otra forma de confesar que hasta hace unas semanas no conocía a Ayn Rand y que apelo a la ignorancia intuitiva para redimirme de tamaño desconocimiento. No me sirve de alivio la tentación de pensar que de esa ignorancia han surgido muchas y beneficiosas sorpresas que quizá no ayuden a mi redención, pero quizá si lo hagan con mi espíritu al reconocer que mi ignorancia ha servido, sin que sirva de precedente ni vaya en mi descargo, para recibir con sorpresa y cierto alivio intelectual la realidad de un mundo y de una filosofía que fueron interpretados con posterioridad a hace un siglo, al principio de los años veinte, y que seguirán interpretándose en los años venideros. Esa es la grandeza de la literatura y de la filosofía y por eso, precisamente, son sospechosas de causar adicción, aunque no nos demos cuenta o no queramos darnos cuenta. A fin de cuentas, la cronología de una vida lectora está salpicada por lo general de estos saltos en el tiempo; que, por otra parte, permiten recomendar la lectura de libros, bien como clásicos, bien como novedades, a sabiendas de lo que se dice.
Uno de esos libros, que suena, además, entre los más vendidos del siglo pasado, es El manantial (publicado ahora por Deusto). Su autora, Ayn Rand, filósofa rusa de ascendencia judía, se afincó en Estados Unidos tras la revolución bolchevique y desde allí elaboró toda su obra filosófica, sus novelas y guiones para el cine. Tanto unos como otros fueron un canto al individuo como eje del progreso social y artístico; muy lejos de la influencia de lo colectivo, siempre un arma de doble filo.
El fondo filosófico de sus ensayos figura en sus novelas bajo el tamiz de una narradora de gran aliento y férrea estructura donde cada palabra acierta en lo que dice y lo que quiere decir. El manantial es la metáfora de un mundo sostenido, como si de un edificio se tratara (no en vano es la propia arquitectura la protagonista), por el espíritu colectivo, que pugna por la razón moral con el individualismo que suele hacer al artista de verdad. En dicha empresa de carácter asociativo, dirigido o alentado por los medios de comunicación de masas, no se dudará en aniquilar a los espíritus que quieren escapar de la norma impuesta, a veces, como imitación de siglos pretéritos. La tradición es siempre un buen recurso para no avanzar; pues todo avance, sobre todo si es individual, es peligroso para lo establecido.
Ahora, cuando estamos a punto de inaugurar la década de los veinte del siglo XXI, es más que pertinente esta novela que empieza a desarrollarse en la década de los veinte del siglo pasado y trasciende el gran surco dejado por la gran guerra, los grandes acontecimientos e inventos, la música, el cine, las ganas de vivir y la crisis, la gran depresión, en unos Estados Unidos que se acercan peligrosamente a la segunda guerra mundial y que han de luchar constantemente por las libertades individuales y, a resultas de ellas, el desarrollo como nación. O lo que viene siendo la Democracia, para quienes opinan como la autora; gran defensora de sus propias razones.
Independientemente de cualquier postura al respecto, creo que es muy recomendable la lectura de esta novela, que, a pesar de su extensión, se hace fácil de leer y revela pronto sus secretos. El asunto arquitectónico es un punto a su favor; todo un mundo para nuestros intereses lectores.