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ARCILLA

Beatriz F. Nogueroles

Beatriz F. Nogueroles

¡Recuerdo perfectamente una de las últimas veces!

Estábamos en el lago que hay cerca de casa. Había ido con varios amigos a pasar el día. Era una mañana muy calurosa. La noche anterior había caído una gran tormenta, de esa lluvia de verano que, aunque apenas dure unos minutos, es capaz de inundarlo todo en segundos. A la orilla del rio se había formado un barro de color ocre, que al contacto con los pies descalzos dejaba una agradable sensación. Su textura, aún húmeda, estaba cálida gracias a la acción del sol que calentaba poco a poco la tierra. Se podía moldear fácilmente con las manos y pronto, todos terminamos haciendo figurillas con aquel lodo.

Pocos días después tuve el accidente. Lloraba todos los días sin descanso. Intentaba esconderme, pero es difícil hacerlo cuando no puedes ver lo que te rodea. Entonces vino a verme aquel profesor del colegio, Rogelio, del que te había hablado tanto. Ya estaba jubilado, pero seguía trabajando en su taller de cerámica. Me ofreció pasar con él alguna tarde. Al principio me resistí. Terminaron llevándome casi a rastras, pero más tarde lo agradecí enormemente. Cuando perdí la vista, tenía la sensación que mi vida terminaba donde acababa la punta de mis dedos. Nunca tuve un gran oído y eso que dicen que cuando pierdes un sentido los otros se desarrollan más es mentira; lo que ocurre es que tienes más tiempo para concentrarte en ellos. Me sentía completamente desconectada del mundo. Mi vida había perdido todo su sentido. Hasta que llegué al taller del profesor y me propuso hacer algo con la arcilla.

Foto: Alex Jones

El contacto con la textura del barro me hizo viajar a aquella mañana de verano. El último recuerdo que tenía de haber sido feliz. Mientras acariciaba la pieza, el olor a tierra mojada me hizo evocar los colores de aquel día. El ocre de la tierra, el verde azulado del pantano, el amarillo de los arboles…Inconscientemente, terminé dando forma a un ojo de barro.  Rogelio debía de estar vigilándome, porque tan pronto como lo apoyé en la mesa me cogió, suavemente, del brazo y me invitó a que lo lleváramos a cocer. Él fue quien lo metió dentro del horno, pero me dejo estar lo suficientemente cerca para notar como el calor de las llamas lo iban endureciendo poco a poco. Me dijo que tardaría varias horas, que podía ir haciendo otras cosas mientras terminaba de cocinarse. Pero yo preferí sentarme y esperar al lado de la pieza. Cuando apenas debían quedar unos minutos para que se terminase de hacer se escuchó un estadillo. Instintivamente me agaché y me cubrí la cara con las manos. Rogelio vino corriendo a mi lado y me preguntó si estaba bien. Yo asentí y le consulté acerca de lo que había pasado. Entonces, me explicó:

Un alfarero nunca sabe si sus obras sobrevivirán al calor. Una pequeña burbuja de aire, un error a la hora de unir las piezas, una pared demasiado fina… cualquier pequeño error hace que todo se rompa. Ese delicado equilibrio te hace sentir cada pieza como si fuera la última y, a la vez, provoca que no te aferres demasiado a ninguna.

Le sonreí y comprendí por qué me había invitado tan insistentemente a su taller.

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