Antonio Manilla fue poeta antes que escritor y lo sigue siendo, a pesar de escribir poemarios de largo alcance y, ahora también, novela. Un buen principio, con premio.
Todos hablan dibuja el abismo al que se precipita una ciudad del norte a medida que se descubre que entre sus conciudadanos hay un asesino en serie.
Acabo de leer, en un artículo dedicado a Friedrich Dürrenmatt por nuestro colaborador Fermín Herrero, una pregunta que se hace el dramaturgo suizo y recupera Herrero para poner en solfa la tan traída y llevada muerte de la novela: ¿Acaso sigue habiendo historias posibles, historias para escritores? Dürrenmatt se contesta afirmativamente, aunque le imponga ciertas condiciones al escritor, como la no baladí de no utilizar la novela para hablar de sí mismo, en contra de los presupuestos de lo que viene a llamarse en la actualidad “autoficción”; un término en apariencia ampuloso, pero que esconde muchos más significados de los que se empeña en reconocer esta época tan dada a la simplificación.
Si en este momento estuviera participando en un filandón −costumbre que tan bien conoce nuestro admirado Fermín−, tratando de enhebrar un discurso oral, discurso entrecortado y cortado quizá por la vehemencia de otros contertulios tan aficionados como yo a las hogueras y al chorizo de hornera y humo, contestaría que sí sin dudarlo, que sí, que aún quedan historias, muchas historias y que los escritores sólo tienen que esperar a que estas los encuentren. Incluso me atrevería a afirmar que la novela no corre peligro si los propios escritores dejan de empeñarse en acabar con ella. Y que conste que en esta última apreciación no tiene nada que ver con la tan proclamada autoficción.
Escribo, lo cual pudiera ser un inconveniente, pues mi mente, de por sí dispersa, está demasiado ocupada en buscar las palabras exactas que me proporcionen el entendimiento de los lectores que se atrevan a bajar de las nubes este artículo, como para discernir entre el interminable final de la novela y las historias que se siguen prestando a ser contadas por los escritores correspondientes.
Retomo el discurso oral, me aparto del fuego, despego de las comisuras de mis labios el aroma tentador del chorizo y me atrevo a decir por escrito que la novela no ha muerto y que, si lo ha hecho, sus zombis se mueven con destreza por el territorio de la edición. Me lo confirman varias novelas que he leído los últimos días y de las que ya he dado buena cuenta. Pero, una vez más, esto no tiene nada que ver con la autoficción; pero sí con la intervención del autor en la trama de la escritura, en el argumento de las historias que lo encuentran, por ajenas y lejanas que parezcan. Es inevitable su presencia, pues de lo contrario el mundo que generan y que envuelve esas historias y les confiere identidad se vendría abajo.
No, la novela no ha muerto y la literatura sigue siendo una bonita manera de exponer la conciencia del mundo, las anfractuosidades de la realidad, las fisuras de la condición humana; a pesar de todo y de todos los que piensan que el ejercicio literario está trasnochado y que la novela que se lleva poco o nada tiene que ver con la literatura. Los mundos se encojen y permiten pocas sorpresas, la curiosidad se esconde, se menosprecia el estilo o se confunde con el oficio y, en muchos casos, las historias que se ofrecen para ser contadas pasan sin siquiera haberlas percibido.
Por suerte hay excepciones y, por suerte, una de ellas es nuestro también colaborador, Antonio Manilla, poeta que, con la premiada Todos hablan, inaugura su particular senda de los poetas que no han resistido la tentación de colarse en el territorio de la novela; senda que otros poetas, antes que él, recorrieron, sin tener que abandonar el impulso poético. ¿Qué discreto encanto tendrá la novela para que gente de toda laya y profesión, escritores o no, se dejen embaucar por ella? A juzgar por el resultado, presumo que Antonio Manilla no abandonará esa senda fácilmente, como el suponía cuando se supo ante un original publicable, una narración que surgía entre las llamas de una prueba de fuego, un juego necesario con las palabras, una vuelta de tuerca a su instinto poético que no abandona en la novela.
Ya no hay duda de que la historia que cuenta el poeta leonés le viene al pelo por su estela de personajes noctívagos, cofradías de pocos humos y crímenes que sirven a la comidilla, el temor y el desencanto. Manilla crea un mundo encima de un mundo real que se mueve en la irrealidad y la ficción; Entrerríos es León y no lo es; es noche y bar; es políticos corruptos; prostitución y asesinatos. Una historia de otra época que se incrusta en esta de las nuevas tecnologías; que también sirven a los personajes en su extravío y a la pervivencia de la literatura. Es humor y estilo; sobre todo estilo. No esperábamos menos de un poeta.