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ANN PETRY MADRE CORAJE DE HARLEM

Fermín Herrero

Fermín Herrero

Una muestra ejemplar del realismo social norteamericano.

Dos semanas o así he pasado, mientras cumplía con mis obligaciones laborales y familiares, cuando descansaba o perdía el tiempo, sin poder quitarme de la cabeza las andanzas de Lutie Johnson, sus avatares y sentires, personaje principal de La calle (1944), única obra, creo, de Ann Petry traducida al español. Esta novelista desconocida por nuestros lares fue, gracias a la novela que nos ocupa, la primera escritora afroamericana en vender más de un millón de ejemplares. Nació y murió en una ciudad de Connecticut, Old Saybrook, en el seno de una de las dos únicas familias negras de la localidad, pero se mudó, decidida a vivir de la escritura, a Harlem, lugar en el que se desarrolla la historia de la bella y desdichada protagonista.

La escena inicial da ya buena cuenta de la potencia y pericia narrativas de la autora, de su prosa de mucho fuste, con nervio y plasticidad: frente a un ventarrón helador de principios del invierno, entre la Séptima y la Octava avenidas neoyorkinas casi desiertas, aguantando su embate y el de la vida misma, aparece Lutie Johnson en busca de un piso de alquiler, a fin de emanciparse con su hijo de ocho años y «alejarme cuanto antes de mi padre y de la fulana con la que vive». Se trata de un apartamento miserable, cochambroso y diminuto: «Harlem estaba lleno de apartamentos como ése. Ratoneras sucias, lúgubres e inmundas». Su matrimonio se fue a pique con anterioridad, pese a su abnegación para salvarlo mediante su trabajo de criada con un matrimonio hipócrita a más no poder.

La calle. Ann Petry.
Seix Barral. Precio: 21 €.

Todo lo tiene en contra, incluida su sensual belleza, felina, que atrae por igual a los pobres de espíritu que a los aspirantes a gánsteres profesionales. Pero nunca se arredra, su espíritu de superación es extraordinario. Parece que, aunque todo le salga mal, como es lógico en sus circunstancias, nadie va a poder con ella: «Soy joven y fuerte, no hay nada que se me resista». Tal vez por eso, mientras lucha duramente por sacar adelante a su retoño y sacudirse la soledad sin recurrir a la ayuda de «algún caballero blanco encantador» o de managers jetas que pretenden aprovecharse de su cuerpo y sacarle de paso los higadillos, no se nos vaya de la cabeza y tratemos de acompañarla en su empeño, por ver si al cabo será capaz de salir de la miseria laboral y del barrio y de sus demás estrecheces, acaso como cantante en una banda o bien, como es de temer, el medio violento, además de racista, que la envuelve terminará por acobardarla y reducirla, sin poder librarse del fatum trágico que desde el primer momento la persigue.

El extenso argumento lineal, con suaves flashbacks, bien trabado y resuelto, con nevada final balsámica camino de la Ciudad de los Vientos, se concentra en el reducido espacio, asfixiante, que citábamos, un edificio estercolero de Harlem. Ahí convive, prácticamente defendiéndose de un conserje salido y su pobre chica arrimada y de una mujer oronda con un negocio de casa de citas casera, entre gritos anónimos en otras viviendas de parejas hechas al maltrato. Cuando intenta mejorar profesionalmente cantando en clubs, conducida por un pretendiente pianista fogueado en tugurios, antros y garitos de toda condición, con «cochazo de película» y normalmente «hasta las cejas de cocaína», que nos retrotrae de inmediato a la canción de Billy Joel versionada en español maravillosamente por Ana Belén, la atmósfera general de la novela, cercana a la filmografía de cine negro, cuaja como en los poemas de La muerte en Beverly Hills de Pere Gimferrer y nos imaginamos, entre el pálido neón de calles recién regadas con magnolias, las sirenas de los coches patrulla y las misteriosas inscripciones hechas con lápiz de labios en las cabinas telefónicas, a Lutie como aquella Nelly, abofeteada en cualquier night-club, acorralada en las esquinas por los reflectores o herida en los tiroteos nocturnos.

Ya puestos a contrastar el clima de la novela, el escenario de barrio pobre neoyorkino descrito a la perfección: calles mugrientas y dormitorios inhóspitos, olor a fritanga, montones de nieve ennegrecida por el hollín, abuelas balanceándose en sus mecedoras, niños como el hijo de la protagonista abandonados a su suerte desde que salen de la escuela, condenados a caer en el infierno de las bandas juveniles y del hampa…, así como la crítica social y la terrible deshumanización con el dinero como único valor, remiten a Poeta en Nueva York y a la oda del rey prisionero en un traje de conserje, muy distinto del de la novela: «Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! / No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos, / a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro, / a tu violencia granate sordomuda en la penumbra».

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