
Periférica. Precio: 22,90 €.
El rugido de los cachorros líricos.
Pardo habla de la “imposibilidad de la representación autobiográfica” que en todo caso arrima a la “seducción y la exposición pública”.
El artefacto autobiográfico Lejos de Kakania (Periférica) de Carlos Pardo, presentado a modo de novela, pero sin las máscaras habituales de la auto-ficción, bien puede tildarse como memorias de un período de su vida, en torno a los primeros años de este siglo. El eje de la narración son los vaivenes de su amistad («la aventura de la amistad. / Una amistad que se estuviera desmintiendo a cada rato, / apasionante en la revocación») con el poeta Abraham Gragera, su narratario y a la vez personaje muy convincentemente construido que, a la manera dantesca, acompaña al autor en el descenso a los infiernos poéticos y en la conformación del retrato del purgatorio del artista adolescente, un tanto talludito, mediante conversaciones con amigos, así como durante un viaje iniciático al corazón de Europa, curiosamente en verso de ritmo impar, con muchos endecasílabos, afiliación métrica machacona de la mal llamada poesía de la experiencia, a la que por otra parte vilipendia.
De sus obras anteriores se había destacado su «honestidad, infrecuente en la literatura autobiográfica». A mayores diría que en esta nueva narración de curiosa estructura circular con interludio épico en verso recurre a una vivisección en crudo de la vanidad absurda que comporta la escritura y la envidia de la peor calaña que conlleva su ejercicio. Se aplica el bisturí a sí mismo, aparte de repartir estopa a su alrededor al destripar su vida familiar con su madre y un hermano durante su «existencia larvaria» en Madrid tras seis años de farra estudiantil desaforada en Granada con casita en el Albaicín, su precaria trayectoria laboral, sus ligoteos o su relación de pareja.
Pardo fue una de las más firmes promesas de la poesía española desde que ganó muy joven, con El invernadero, el accésit del premio Hiperión, el año que lo obtuvo Benjamín Prado. Por eso, muestra bien a las claras cómo rugían los cachorros de la poesía española de aquel tiempo, cómo probaban «la mala baba de la institución/llamada Poesía», los dimes y diretes de «una generación inexistente», sus escaramuzas frente a las vacas consagradas «en la administración del canon poético», como García Martín o Villena, con el que colaboró en labores propias de un secretario personal, aproximadamente. Pura pirotecnia, desde luego, a resultas del «carácter propio de los poetas», tal y como ironiza conociendo bien el percal. La conclusión al respecto no puede ser más desalentadora, si bien se me antoja atinada: «creo que hemos sacrificado los años más preciados de la juventud a la ambición literaria».
Lo importante, en todo caso, es la calidad de la prosa, indudable, procedente de su desaforada pasión literaria, basta señalar su trío de autores de referencia: Brodsky, Ashbery, Kobayashi o el descubrimiento del poeta húngaro Attila József en su periplo hacia Kakania, apodo burlón que le puso al imperio Austrohúngaro Robert Musil. Pardo ya demostró sus dotes narrativas en Vida de Pablo y El viaje a pie de Johann Sebastian. Aquí, basta el arranque, un viaje en tren hasta el pueblo extremeño donde se ha retirado su colega de andanzas entre las musas para certificar el fuste de un estilo original, tan grácil como cuidado, muy deudor, eso sí, de la ironía posmoderna, inesperado en los detalles que lleva a primer plano, hondo en el análisis sin piedad de los sentimientos. Y lo mismo valdría para las escenas de la noche madrileña o de su vida ‘casera’ con su gata. Curiosamente, contradiciendo el acierto de su arriesgada apuesta, Pardo habla de la «imposibilidad de la representación autobiográfica», que en todo caso arrima, y con razón, a «la seducción y la exposición pública».