
Visor. Precio: 12 €.
Con un lenguaje humilde y enraizado, pero hondo que, como el propio autor dice: “canta lo que es”.
Desde 2014, cuando obtuvo con Las ramas del azar el Premio Adonáis de poesía, uno ha seguido con atención la trayectoria editorial del albaceteño Constantino Molina Monteagudo (Pozo-Lorente, 1985). Quiero decir que no he leído el único libro que ha publicado antes del citado: Tenían veinte años y estaban locos (La Bella Varsovia. 2011). No obstante, en Las ramas del azar, Silbando un eco extraño y el reciente Cingla (Premio de poesía Hermanos Argensola) se percibe un proyecto común —casi podría decirse que conforman una trilogía de espíritu rural— en el que una voz solista se alza sobre el coro reivindicando un sitio para un canto despojado de retórica, con un lenguaje humilde y enraizado, pero hondo, que, como el mismo autor dice, «canta lo que es». Una empresa, esta, que consiste en no buscar, sino tematizar aquello que se muestra solo, por sí mismo, eludir la alharaca y decir sin impostar la voz el sentimiento, dejándolo que se haga lenguaje. Es una reivindicación por el regreso de la poesía a lo real y tangible que Molina condensa en lo que podría ser un eslogan que vale por una poética: «Ahora y vida». Esa es la materia de la que se nutren sus composiciones.
Una de las citas que encabezan Cingla pertenece a Valle-Inclán y dice: «siempre el significado sensitivo del mundo se les alcanzará más a los humildes que a los doctos». La palabra elegida como título, tan eufónica, es un término agrario que ya nos apunta que lo sensorial en la obra del albaceteño está unido en muchas ocasiones a estímulos procedentes de una cotidianeidad «campestre», unida a un paisaje habitado con los pies en la tierra, plantado en la realidad desde la que se vive el mundo, más allá de que la escenografía sobre la que se construya el poema sea rural o urbana. Si es más lo primero que lo segundo no lo es por elección, sino por biografía. «Estate en lo que es tuyo», se nos dice en un verso.
El primer poema de Cingla remite al primero de Las ramas del azar: hay un lugano que lanza su melodía a la mañana y en cuya voz fugaz puede abarcarse el mundo, si sabemos hacer el silencio que hacen todo el tiempo los árboles, las nubes y las piedras. Sigue cantándose también la alegría que viene del puro instante, con un timbre que al lector le recordará al gran poeta zamorano Claudio Rodríguez. La de Constantino Molina es una poesía en la que se entra con un olor a romero, al humo de una hoguera, una voz a la intemperie y un almendro plantado en un pedregal que contra todo pronóstico nos ofrece las flores más blancas. Como la cuña del arado que labra surcos en el viñedo, sus versos van «en busca del hallazgo originario».
No se trata de un edenismo ruralista, aunque alguna composición pueda reivindicarlo, sino de una estética del despojamiento: «ir podando las ramas que nos sobran». Lo que hay de nostalgia de otros tiempos más puros, incluso de esa «alegría de ser en lo salvaje» entre Walden y su contemporáneo Andrés García Cerdán, es quizá la expresión desamparada de quien siente que ya se aleja del mundo cercano a la naturaleza, de aquel que al fin ha interiorizado que él no ha nacido para «ver la espiga y entenderla» y padece mala conciencia por esa asunción. Ese sentir el éxodo, la expulsión como el eco de un daño, estaba también en Las ramas del azar. Ahora el poeta revuelve en esa herida: somos la merma, «la nada en todo», lo que se estropea porque no estaba en buenas condiciones.
En este nuevo libro, sin apenas concesiones al culturalismo o la glosa —nada más un poema sobre un cuadro de Miquel Barceló—, percibimos un nuevo tono, o mejor una modulación de voz, que no estaba apenas presente en los precedentes: contiene composiciones humorísticas o críticas, como «Micción marina» o «A un experto en la materia», por lo general dirigidas contra el esteticismo y la palabrería. Molina toma partido por el esparto frente al alabastro, incluso sin temer caer en algunos descuidos formales, de una forma consciente, pues si en «Ya no duele este cantar» o «El arte del bostezo» el oído percibirá ciertas hasta ahora inéditas cacofonías en el poeta, él mismo nos advierte de que vive un momento creativo en el que «y por nada le teme a la asonancia».
En esta radical —también etimológicamente— apuesta por lo tangible y por cantar lo que es, Molina se muestra anticlerical en lenguaje, contrario a la literatura como una religión con sus exégetas, teóricos de vaguedades y glosadores del verso. «Carcamales del parnaso» y «curas de la palabra», los denomina, en una expresión feliz. Y, si «mi cuerpo es un pensar / que vive en un sentir», lo que tiene entre las manos, les advierte, más que un poema, «es solo un pájaro».
Si teorizo es por sentir
Crecer y madurar es vaciar.
Ir podando las ramas que nos sobran.
Poco a poco me vuelvo tan primario
que nada teorizo
y, cuando lo hago, es solo por sentir.
Sentir que un aire viene,
que escribo en el oxígeno y nitrógeno,
fluyendo en sus adentros.
Que de jilgueros vengo
cargado de vacíos.
Eran tiempos
Eran tiempos de coplas y anisete.
Cañas, esparto y barro en los tejados.
Y en alcobas de paja
era el amor amor sincero y animal.
Amor parco y a salvo de retórica.
Y si la lluvia regaba los campos
también el corazón
se anegaba de vida,
porque era campo el cuerpo
y la razón estorbo.
Eran tiempos de coplas y anisete.
Cantaban los jilgueros tras la lluvia,
se oían los orgasmos en las cuadras
y un pétalo de cal caía de algún muro
cada vez que una joven
se corría de gusto, estremecida,
ante el gesto embobado de su amante.
Mi cuerpo
Mi cuerpo para el mundo
no es sino podredumbre
de un futuro sin mí.
Mi cuerpo, para mí,
son mis ojos que miran al mar y los neones.
Son mis piernas, que bailan
al son de la extrañeza.
Son mis manos de carne
para estrechar la carne
y mi lengua de gusto por lo amargo.
También oxitocina y endorfinas,
agua, vino y cuerdas de un rumor cuántico.
Es mi cuerpo quizás
un postre para el campo,
quizás ceniza para el bosque
o un caldo para insectos.
Pero siempre mi cuerpo es alma y yo.
Es siempre ahora y vida.
Constantino Molina